5/11/13

Me llamo.

Se ve fuerte. Carácter rígido y garboso a la vez. Ridículo. Moldeable pero reacia. Onírica. Pero con ese cándido e iluso pensamiento, que superficialmente niega, pero en el interior anhela con todo el corazón. Tonta.

25/8/13

Rutina

Ese día te levantas como de costumbre a las 6:46 am. Prefieres el número seis al cinco, de este modo te preocupas por no ver el cinco en tu reloj digital -de Taiwán porque aborreces la tecnología de tu país- y así, consciente te pones de pie a la izquierda de tu cama. Te percatas de lo blanco de las sábanas. Esa obscena blancura a la que te quedas contemplando como si en cualquier instante retozara a tu rostro a cavar efusivamente en la cuenca de tus ojos y así llegar a acoger a cada una de tus neuronas. Retornas de tu despegue de ideas matutinas fuera de lo común y te propones bañarte hoy porque tus muñecas cada vez más tienen encarnadas esas costras de suciedad, que te arde arrancar y que muchas veces recurres al tenedor de tu vajilla -ésa que ganaste en un concurso mitotero- mientras comes para hacerlo, porque te repugna comer con las muñecas sucias, pero no con el cubierto sucio. 

Te bañas. Te vistes y atiendes. Atraviesas la sala -que por cierto tiene restos de ceniza de cigarro camuflajeados con el estampado grisáceo de los sillones- y vuelves a encontrar el mismo contenedor de pastillas que como cada mañana encuentras organizadas por día, color y hora. Hoy no las tomas. Te sientes inspirado y motivado para arrancar con la sonrisa de cada miércoles, porque sabes que le verás en la tarde con ese vestido rojo que tanto te excita puesto en su esbelta silueta de caderas voluptuosas y exquisitas -ahora que lo piensas, el vestido es blanco-. Optas por el transporte público para evitar la fatiga del tráfico y del parquímetro. Subes a un camión destartalado y te enganchas al tubo como si alguien quisiera arrebatártelo. Te aferras porque te espeluzna el hecho de pensar que puedes morir en un accidente automovilístico. Antes de bajar saludas a un niño con un guiño. Le pellizcas el brazo izquierdo, le escupes a su madre y pulsas el botón rojo para exhortarle al conductor que pare el camión. Bajas y te despides del niño lanzándole un beso. Te sientes jocoso y festivo.

Estás en tu oficina. Como de costumbre la secretaria del gerente tiene las medias guangas y te incomoda. Bebes de tu taza de café descafeinado con cuatro cucharadas de azúcar -te gustan las cosas empalagosas-. Caminas alrededor de tu escritorio pensando. Piensas que piensas y cuando menos lo piensas, todos están aglutinados al cristal vigilándote y mofándose cínicamente. Te pasmas y la definición de microsegundo se reduce al tiempo que tardaste en lanzarles la taza en la cara. Esperanzado creías romper el cristal, pero no, rompiste sus caras -sus deformes caras-. En verdad querías ver roto el cristal.

Es la hora del almuerzo, habías aguardado toda la mañana para comer tu psicolabis. Sales de tu oficina y todos te abuchean; de todas formas te es indiferente pues lo cabizbajo nunca se te ha dado. Ya en el ascensor pulsas todos los botones porque quieres hacer un poco de tiempo a propósito. Todos lo van a gozar. Se abren las puertas en cada piso y gritas maldiciones en hebreo y dálmata. Llegas a la planta baja y justo después de dar tres volteretas le clavas una pluma -fina y caligráfica- a la recepcionista en el esternón, la subes haciendo una incisión más o menos de unos catorce centímentros y te percatas del color de la tinta. Ya no es azul, es violeta. Huyes despavorido porque seguramente despedirán al que hizo ese fárrago y despilfarro de tinta -hoy en día, la tinta azul es la más cara y cotizada del mercado-. Te limpias con la falda blanca del policía de la puerta y le das un beso en la mejilla: Te veo en la noche, le susurras al oído y lo lames con satisfacción. Sales pirueteando -¡Por fin la hora del almuerzo!- vociferas en la calle. Te convulsionas.

Otra vez terminaste en el hospital, pillete. ¿Cuántas veces te han repetido que el almuerzo es hasta las dos de la tarde pero siempre te atrasas un minuto? Suena la alarma. 6:46 am. Otra vez ese cuarto albugíneo y lechoso. Otra vez atado de las muñecas. 



Nelly González Guadarrama